Los Estados Unidos está al borde de su transformación más importante desde el New Deal. Lea más sobre lo que se necesita para descarbonizar la economía y lo que se interpone en el camino aquí. (La mayoría de los artículos están en inglés. Puedes leer la versión en inglés de este aqui.)
Una mañana reciente, el investigador Dominick Dusseau proponía echar un vistazo al futuro de Chelsea, una pequeña ciudad industrial separada de Boston por el Río Mystic. En una pantalla de Zoom mostraba una serie de mapas digitales en los que la ciudad aparece cubierta por grandes manchas azules en forma de charco. Según sus cálculos es posible que sufra inundaciones debido al impacto del cambio climático. Los mapas describen un mundo en el que quienes tengan menor poder adquisitivo sufrirán las peores consecuencias.
Los análisis de Dusseau forman parte de un proyecto de colaboración entre el gobierno local y la organización para la que trabaja, el Centro de Investigación Climática Woodwell, fundado por un conocido ecologista, uno de los primeros en llamar la atención sobre los riesgos del DDT y el cambio climático. Tienen por objeto ofrecer datos útiles a las autoridades y por eso no cobra sus evaluaciones de riesgo climático a ciudades como Chelsea, donde la mayor parte de sus 39.000 habitantes pertenecen a la comunidad latina y la clase trabajadora.
Para crear los mapas, Dusseau midió la elevación exacta de numerosos puntos de la ciudad respecto al nivel del mar. Al combinar sus mediciones con las que la ciudad realiza durante las tormentas fue capaz de modelar varios escenarios. Por ejemplo, uno que muestra lo que sucedería en caso de que una gran precipitación coincidiera con la marea alta o un incremento de nivel del mar derivado de una tormenta. Una ciudad tan pavimentada no es capaz de absorber el exceso de agua con facilidad. “Habrá incrementos bastante significativos en las precipitaciones de lluvia con los que Chelsea tendrá que lidiar,” explica Dusseau. “Habrá grandes inundaciones.”
Ha descubierto que las tormentas que según los datos actuales suceden una vez cada siglo—con crecidas que inundan hasta el 14 por ciento de la superficie urbana—podrían registrarse una vez al año cuando llegue el 2100. Podrían, incluso, inundar los enormes depósitos de combustible para aviones del cercano aeropuerto Logan o el lugar cerca del río Chelsea donde Eversource, una eléctrica local, construye una subestación eléctrica pese a que los vecinos están en contra. “En torno a 2080, estará inundada. Prácticamente toda la costa estará cubierta por el agua,” explica Dusseau.
Los mapas de Chelsea elaborados por la Agencia Federal para el Manejo de Emergencias ofrecen una imagen bien diferente. Dusseau sospecha que se debe a que FEMA decidió confiar en datos topográficos menos granulares y no ha sumado el impacto de la lluvia en las subidas de marea durante las tormentas. Cree que ambas omisiones son “errores con consecuencias prácticas.” Por ahora las autoridades locales confían en los hallazgos del Centro Woodwell para desarrollar un sistema de resiliencia ante el cambio climático alineado con lo expresado por la comunidad. Alex Train, director municipal de vivienda y desarrollo comunitario explica que, en un contexto de escasez de viviendas a un precio accesible, “mucha gente vive en condiciones de hacinamiento o alquilan, por ejemplo, sótanos; espacios en los que no está permitido vivir.” Saber cuáles de entre esos lugares están en riesgo “podría marcar la diferencia entre quienes sobrevivan o a un determinado suceso y quienes no.”
Chelsea es, por supuesto, tan sólo una de tantas, incontables, comunidades amenazadas. La fundación First Street, sin ánimo de lucro, predice que alrededor de una cuarta parte de las infraestructuras fundamentales del país serán vulnerables ante las inundaciones en las próximas décadas. Chelsea destaca gracias a su visión de futuro: desde 2018 el gobierno local trabaja junto a una organización en defensa de la justicia medioambiental. Y no lo hace sólo para evaluar los riesgos derivados del cambio climático sino que busca poner en marcha soluciones. Entre ellas está la primera microrred descentralizada de titularidad comunitaria.
Las microrredes están viviendo un gran momento a lo largo de todo Estados Unidos. Con diferentes diseños y ámbitos de aplicación, el denominador común es que se trata de un sistema local, relativamente pequeño, capaz de generar, almacenar y/o distribuir electricidad que puede funcionar tanto conectado como desconectado de la red general si fuera necesario. Pueden ser públicas o privadas y puede incluir desde el grupo de vecinos que comparte un panel solar a una mina de bitcoins alimentada por su propio parque eólico. Ciertas instalaciones militares, hospitales o universidades ya cuentan desde hace tiempo con generadores de apoyo para protegerse en caso de cortes de electricidad. La diferencia radica en que mientras este tipo de instalaciones depende de combustibles fósiles, quienes levantan hoy las nuevas microrredes confían cada vez más en energías renovables, sobre todo la energía solar.
Hasta fecha muy reciente, una mezcla de sistemas regulatorios muy rígidos e interferencia de los servicios públicos provocaba que plantearse levantar una microrred fuera extremadamente difícil. Pero una conjunción de cambios legislativos recientes, avances tecnológicos y la caída en picado del precio de la energía limpia están abriendo un mundo de posibilidades. Desde 2015 hasta hoy se han instalado alrededor de 460 microrredes en Estados Unidos, la mayor parte en el puñado de estados que han dado pasos para avanzar en la simplificación de las reglas que permiten dar inicio a las operaciones, fomentan la conectividad [eléctrica] y promueven de manera activa su despliegue.
La microrred de Chelsea, modesta, va a proporcionar apoyos concretos en caso de necesidad a instalaciones esenciales en caso de emergencia. La primera fase consiste en la instalación de paneles solares y baterías en cuatro lugares: la sede municipal, el centro de atención del 911, el departamento de policía y los apartamentos Janus, un edificio residencial para personas con ingresos bajos. Más adelante, en su segunda fase, el proyecto crecerá por otros edificios públicos con la intención de prestar servicio a una clínica y otras viviendas sociales para ciudadanos vulnerables como las personas de mayor edad. El objetivo final es “la resiliencia social y comunitaria” explica la activista de 38 años María Belén Power, que ejerció como Directora Ejecutiva Asociada de GreenRoots desde donde inspiró y colaboró en el diseño de la microrred de la ciudad.
Power nació en Nicaragua en el seno de una familia muy comprometida con la justicia social y los derechos de los trabajadores. Al poco de mudarse a Estados Unidos para estudiar sociología, se involucró en ayudar a migrantes ante redadas y arrestos. Entre sus tareas estaba “preparar a las familias para qué hacer en caso de que los niños regresaran a casa de la escuela y su padres no estuvieran allí”—porque se los habían llevado.
Acabó mudándose a Chelsea, donde encontró empleo. Primero en defensa de los derechos laborales y después organizando grupos vinculados a la vivienda pública. Se alejó del ambientalismo. “Pensaba que era para la gente blanca o quienes tenían dinero suficiente para preocuparse por los árboles,” dice. “Había luchas más urgentes.” Con el paso del tiempo, tejió redes con las causas que más le importaban. “Quienes huyen de la violencia de Latinoamérica, de América Central, son las mismas personas a las que no pagan salarios justos y que sufren algunas de las peores consecuencias de la crisis climática,” explica ahora.
Cuando GreenRoots fue invitada a colaborar por primera vez por otras organizaciones que trabajan en esa dirección, se elaboraba el plan de viabilidad de una microrred. Power no entendía las fuerzas de ánimo que rodeaban aquella iniciativa. Pero, tras hablar con miembros de la comunidad puertorriqueña de Chelsea que habían visto cómo sus familias languidecían durante meses en una isla sin electricidad a consecuencia del huracán María, se dio cuenta de que “se trata de modelizar la democracia energética en la práctica.”
No fue la única que lo afrontó como una curva de aprendizaje. Tom Ambrosino, que ejercía entonces como gerente de la ciudad, recuerda su participación en las primeras reuniones en las que “tratábamos de entender lo que era una microrred.” Bromea: “aún no sé si lo entiendo con claridad.”
Dada la enrevesada mezcla de normas federales y estatales, cada paso del proceso de diseño requiere de una investigación detallada. Ambrosino habría deseado contar con un marco regulatorio claro para seguirlo. En todo caso, cuando Power “se mete en la cabeza conseguir algo, no te pongas enfrente”, afirma Ambrosino. El equipo consiguió 75.000 dólares para el estudio de viabilidad, finalizado en 2020. Para comprar e instalar los sistemas de baterías lograron juntar 85.000 dólares gracias a dos programas estatales de resiliencia y la propia ciudad asumió un gasto de 500.000 dólares. Una vez que la microrred eche a andar, esperan que a finales de este año, funcionará como servicio municipal, con un organismo de supervisión formado por miembros de la comunidad.
Sin embargo, el proyecto se encontró con obstáculos casi de inmediato. Era imposible, por ejemplo, compartir la electricidad entre propiedades diferentes. En palabras de Sean Garren, director de programas de la organización sin ánimo de lucro Vote Solar, “la red de cables y la posibilidad de transferir electricidad de una propiedad a otra forman parte del monopolio que se concede a las empresas de servicios públicos.”
Los organizadores optaron por comenzar con baterías grandes en lugares significativos. Ante la imposibilidad de tender líneas eléctricas entre los nodos de la microrred, el equipo encontró una solución innovadora: un sistema de control remoto basado en la nube que permite al operador gestionar simultáneamente las instalaciones distantes entre sí. La opción de utilizar coches eléctricos como sistema de baterías descentralizadas que alimentan el sistema cuando hay más demanda ya resulta familiar.
La microrred de Chelsea funciona a partir de ese mismo concepto: El controlador de la nube eléctrica de la ciudad dirigirá sus baterías para absorber energía barata fuera de las horas punta. Más tarde, cuando las tarifas sean más altas, venderá el exceso de electricidad a la red general y logrará un beneficio al hacerlo. Si falla la red principal, el controlador conectará inmediatamente los edificios a la energía de las baterías de reserva: hasta 10 horas en el Ayuntamiento y 16 horas en el departamento de policía.
La capacidad de almacenamiento combinada de las baterías—más de 500 kilovatios—hace que la microrred de Chelsea sea lo bastante grande para participar en los mercados mayoristas de electricidad, lo que debería proporcionar ingresos suficientes para financiar su funcionamiento y mantenimiento. “A diferencia de muchos proyectos de energía limpia que sacan el capital local fuera de la comunidad, nosotros buscamos monetizar la energía,” dice Train, “y reinvertir en la vida cotidiana de la ciudadanía.”
Proyectos similares demuestran que las cuentas salen. En Sterling, Massachusetts, a 37 millas al oeste en línea recta, un sistema de baterías de 2 megavatios combinado con un panel solar de 3 megavatios ahorra a la empresa municipal unos 400.000 dólares al año. Prevén amortizarlo en siete años. La microrred de Chelsea, en su estado inicial, de capacidad limitada, tardará entre seis y diez años en alcanzar el punto de equilibrio según sus planificadores. El proyecto ha despertado el interés de las comunidades vecinas. (El barrio chino de Boston está desarrollando su propia microrred en cooperación con la misma coalición de organizaciones sin ánimo de lucro).
“Tenemos muchos apagones esporádicos por toda la ciudad,” explica Train, y una microrred puede ayudar en esos casos. Pero el listón tan alto que ha tenido que superar Chelsea, a pesar de contar con el informe elaborado por el Centro Woodwell y un equipo de trabajo muy motivado, no es buen augurio para otras ciudades pequeñas que quieran evitar los estragos del cambio climático. Una parte fundamental del reto reside en cómo se gestiona la red eléctrica estadounidense.
Lo que llamamos “la red” son en realidad tres enormes redes energéticas regionales separadas, conocidas como las interconexiones del Este, del Oeste y de Texas, además de una serie de redes eléctricas más pequeñas. Cuando Estados Unidos se electrificó, en la década de 1930, se concedió a las compañías eléctricas el estatus de “monopolio natural” debido a los enormes costes iniciales: las líneas de alta tensión que conectan estas redes entre sí y con las grandes centrales eléctricas son prohibitivamente caras. Este trato especial permite a una sola empresa ser el único proveedor de electricidad de su región y repercutir en los clientes el coste de construcción y mantenimiento de centrales, líneas eléctricas y subestaciones. En la práctica, muchas empresas no ganan dinero vendiendo electricidad, sino construyendo nuevas infraestructuras con una tasa de rentabilidad garantizada.
Esta dinámica lleva mucho tiempo complicando las medidas de descarbonización por todo el país. “Un sistema que proporcione electricidad fiable sin recurrir a una compañía eléctrica es una amenaza para ese monopolio,” afirma Garren, de la organización Vote Solar. Frente a la construcción de instalaciones solares en tejados y microrredes, dice, algunas empresas de servicios públicos “ponen trabas en cada etapa” e incluso utilizan el dinero de los contribuyentes para presionar a políticos y reguladores en nombre de los accionistas, y en contra de los proyectos de energía renovable y de los candidatos que los apoyan.
Este tráfico de influencias ayuda a explicar por qué tantos Estados dejan que sus empresas de servicios públicos sometan a los proveedores de energía limpia a un proceso burocrático agotador. Según Train, Eversource ha tardado “bastante tiempo” en aprobar la solicitud de Chelsea para conectarse a la red: un año después de que la ciudad presentara la solicitud, la empresa aún no había dado una fecha para hacerla efectiva. (“Hemos emitido dos acuerdos y estamos listos para programar las actividades de construcción, pero no hemos completado todos los acuerdos de interconexión,” declaró Eversource en un correo electrónico). Más de 8.000 proyectos energéticos en todo el país se encontraban en un limbo similar a principios de 2022. El aumento de las solicitudes de conexión de proyectos de energías renovables contribuyó a un embotellamiento peor del habitual.
Dado que la generación de electricidad sigue siendo responsable de un tercio de las emisiones de EEUU, transformar esta dinámica del sector—renovando la mano de obra, las políticas y las infraestructuras para dar cabida a toda la nueva energía que se está conectando—es crucial para cumplir el objetivo del Presidente Joe Biden de contar con un sector energético libre de carbono para 2035. Un paso clave es cambiar la forma de ganar dinero de las empresas de servicios públicos, dice Lauren Shwisberg, que supervisa la investigación sobre la transición a la energía limpia en el Instituto Rocky Mountain, una organización sin ánimo de lucro. Hace poco, Hawái hizo precisamente eso y ahora basa la remuneración de las eléctricas en un “modelo basado en el rendimiento” que tiene en cuenta su éxito en el despliegue de energías renovables. Pero estos cambios no suceden solos. “Tiene que ser una decisión concertada entre las empresas eléctricas y las comisiones estatales de servicios públicos,” afirma Shwisberg.
En 2020, la Comisión Federal Reguladora de la Energía aprobó finalmente la Orden 2222, que obliga a los operadores de red a permitir que los productores de energía con capacidad de distribución -desde propietarios de viviendas hasta pequeñas empresas- comercialicen electricidad en los mercados mayoristas. Es lo que permitirá a Chelsea combinar sus baterías y paneles solares en una sola entidad energética de mayor tamaño que pueda conseguir un precio más alto por kilovatio-hora de electricidad cuando la venda a la red.
El mercado de la energía distribuida está a punto de explotar gracias a la Ley de Reducción de la Inflación (IRA en inglés), que incluye alrededor de 3.000 millones de dólares para aumentar la capacidad de la red de transporte de energía. También incluye créditos fiscales para estimular la inversión en microrredes y otros proyectos de energías renovables. Incluso antes de que se aprobara la IRA, Wells Fargo anunció un gran proyecto de energía solar y baterías en Nuevo México y el gigante de capital riesgo Carlyle Group financió la construcción de una microrred en el aeropuerto JFK de Nueva York. (Ver Ejemplos De un Futuro de Energía Limpia.)
En California, PG&E fomenta las microrredes en algunas zonas rurales y zonas susceptibles de incendio para reducir el riesgo de que sus líneas de transmisión provoquen devastadores incendios forestales. En Brooklyn se están probando nuevas tecnologías, como las microrredes de cadena de bloques (blockchain), que permiten a los particulares intercambiar energía directamente, sin pasar por control central como una empresa de servicios públicos. En Florida, Syd Kitson, un exjugador de la NFL de Nueva Jersey, se asoció con la eléctrica regional para desarrollar Babcock Ranch, una comunidad residencial de 18.000 acres inaugurada en 2018 alimentada en su totalidad por una granja solar que produce más energía de la que consume. Durante el huracán Ian del otoño pasado, las luces de Babcock permanecieron encendidas mientras la mayor parte del condado circundante se quedó sin electricidad.
La capacidad de las comunidades más prósperas como Babcock para protegerse de los riesgos climáticos plantea la cuestión de quién se quedará atrás. Para muchos municipios, incluso la obtención de datos precisos sobre su riesgo climático es un obstáculo importante. “Se trata de información que las administraciones locales necesitan para proteger a la población,” señala Dave McGlinchey, responsable de asuntos externos de Woodwell. Incluso una ciudad tan proactiva como Chelsea tiene que sortear la maraña burocrática que supone conseguir fondos para pagar lo que se necesita.
El Congreso desembolsó mil millones de dólares el año pasado para un programa competitivo de subvenciones de FEMA destinado a priorizar proyectos de resiliencia climática en comunidades como Chelsea. Pero E&E News, un medio especializado en información ambiental informó de que los legisladores de ambos partidos habían ordenado a FEMA que canalizara 154 millones de dólares de esas subvenciones “para algunas de las comunidades más ricas y blancas de sus distritos.” La mayor subvención del año anterior, 50 millones de dólares, fue a Menlo Park, una comunidad paradisíaca en Silicon Valley con una renta familiar media de casi 180.000 dólares anuales.
Más allá de las conexiones políticas, es más probable que las comunidades ricas estén mejor informadas de las subvenciones disponibles y cuenten con los recursos y el personal necesarios para conseguirlas. “Es un problema de entrada,” dice Power. En 2022, el FEMA duplicó con creces su presupuesto para subvenciones a la resiliencia local y simplificó un poco el proceso, pero el papeleo sigue siendo “extremadamente prohibitivo para los municipios más pequeños y con menos recursos,” afirma Train.
La presión sobre la red eléctrica estadounidense no hace más que aumentar la tendencia a electrificarlo todo. A medida que se dispara la demanda de energía y crece la cuota de mercado de las renovables, los operadores de la red deben garantizar que se disponga de energía suficiente. La fuente de la energía verde es muy variable: El sol desaparece detrás de las nubes y la velocidad del viento aumenta y disminuye por lo que es difícil predecir la cantidad disponible en cada momento.
Los sistemas de almacenamiento en baterías como el que se levanta de Chelsea pueden ayudar como reserva. Producir más energía local limita las pérdidas relacionadas con el transporte y disminuye los riesgos de congestión de las líneas de alta tensión. Pero ni las empresas eléctricas ni las organizaciones regionales que coordinan el funcionamiento de la red tienen un plan coherente para el mejor aprovechamiento posible de los proyectos de distribución de energía, maximizando así la eficiencia del sistema global.
Es urgente solucionar ese problema. El invierno pasado, cuando se interrumpió el suministro de gas natural debido a la crisis entre Rusia y Ucrania, el regulador eléctrico de Nueva Inglaterra advirtió de posibles apagones. Eversource también citó los problemas de fiabilidad de la red como motivo para construir una nueva subestación en la frontera de Chelsea. Eversource afirma que la subestación -que convierte el alto voltaje de la red a los voltajes más bajos utilizados por hogares y empresas—es necesaria para proteger a los habitantes del este de Boston, que se encuentran entre los clientes “más vulnerables” de la red, y que dependen de una subestación existente en Chelsea que ya está funcionando a plena capacidad.
Sin embargo, los habitantes de ambas localidades se opusieron rotundamente a la nueva subestación, ya que se sienten rodeados por el desarrollo industrial y las vías fluviales contaminadas, y creen que el Estado y los funcionarios de las empresas de servicios públicos los ven como algo secundario. La situación no mejoró cuando, en 2017, la junta de energía del estado tuvo una reunión sobre la subestación ante un público principalmente hispanohablante. Hubo un traductor, pero sólo para interpretar el testimonio público de los miembros de la junta, no en la otra dirección. El consejo de la junta lo consideró “demasiado perjudicial.” Esto dio lugar a una demanda federal por vulneración de derechos civiles en 2020 por la exclusión del proceso de las personas que no hablaban inglés.
Eversource recibió autorización para funcionar en febrero de 2021 a pesar de las peticiones de figuras políticas tan relevantes como la senadora Elizabeth Warren. Un mes después, Massachusetts aprobó una nueva ley para proteger la justicia medioambiental. Cualquiera que proponga un nuevo proyecto energético tendrá que valorar las cargas medioambientales existentes (y su impacto acumulado) en los barrios en cuestión, un requisito que podría haber frenado en seco la construcción de la subestación. Power luchó denodadamente por la nueva ley, aunque el orden de los hechos resultaba irónico.
En noviembre de 2022, la junta de energía votó a favor de que Eversource eludiera 14 permisos medioambientales estatales y locales, acelerando la construcción de su subestación. Sucedió a pesar de que en un referéndum no vinculante el noviembre anterior casi el 84 per ciento de los votantes de Boston habían considerado inapropiada la ubicación. El giro irónico radica en que la empresa planea su propio programa de almacenamiento en baterías a gran escala para la zona exterior de Cape Cod, turística. Esto molesta a Power: ¿Por qué no instalar las baterías en Chelsea y ubicar la nueva subestación en una zona menos sobrecargada como el aeropuerto de Logan, más cercano, que consume mucha energía y está mejor protegido contra las inundaciones? Mientras tanto, la radio pública de Boston ha informado de que la compañía eléctrica quiere que los clientes paguen la factura de un paquete de beneficios comunitarios de 1,4 millones de dólares para mitigar el impacto de la subestación.
“Eversource ha adoptado un enfoque muy diferente según las comunidades,” dice Power. “Respecto a las que carecen de poder político, como Chelsea y East Boston, creen que no tienen que responder porque no tenemos el poder político que tiene la gente de Cambridge. Creo que la raza y la clase son un factor muy importante.” (En una respuesta, Eversource citó una necesidad de nuevas infraestructuras eléctricas “en las comunidades de todos los grupos demográficos.”)
La lucha contra la subestación, dice Power, demuestra por qué es tan importante que los poderes públicos den una voz significativa a la ciudadanía en las decisiones que afectan a su salud y sus medios de vida. En 2018 las calles de los alrededores de la nueva subestación se inundaron con agua de mar; el pasado diciembre, una fuerte tormenta causó grandes inundaciones en toda la ciudad y anegó un parque cercano a la subestación. “No estamos luchando porque queramos armar jaleo, aunque nos gusta armar jaleo,” dice Power. “Decimos: ‘Trabaja con la comunidad en infraestructuras más seguras’.”
Eso es lo que piensa hacer. En marzo de 2021 Power fue nombrada para un organismo de la administración Biden que asesora en cuestiones medioambientales y de justicia climática. “Necesitamos invertir en las comunidades más vulnerables,” dice, “pero también necesitamos distribuir la generación, que haya tantos proyectos solares comunitarios como sea posible.”
De lo contrario, la peor parte del cambio climático se la llevarán personas como Mayli Ochoa, que vive con su marido y sus dos hijas adultas en un edificio construido, como gran parte de las viviendas asequibles de Chelsea, en una zona propensa a las inundaciones. Las familias de esta zona, dice, cuentan con escasos recursos cuando las cosas se tuercen. En 2020, sus familiares en Honduras sufrieron inundaciones debido a dos huracanes que golpearon consecutivamente al país, lo que aumentó su preocupación por la situación de Chelsea.
Ochoa ha colaborado durante años como voluntaria con GreenRoots en temas de vivienda mientras la ciudad lucha contra el aburguesamiento. “La mayoría de los habitantes de Chelsea,” muchos de ellos indocumentados, dice, “no se atreven a buscar ayuda.” Se siente identificada con ellos. En 2021 estuvo en coma en el hospital durante 40 días enferma de Covid. Aún no ha logrado recuperarse totalmente y tiene problemas para trabajar. Hace poco la policía llamó a su puerta. Creían que estaba subalquilando ilegalmente a sus hijas en el apartamento que comparten. (No lo estaba) “Tengo miedo,” dice con lágrimas en los ojos. Pero “estamos trabajando muy duro, luchando por la comunidad.”
Para Power, todos estos problemas—clima, pobreza, salud o vivienda están relacionados. Ahora que la microrred está a punto de dar sus frutos tiene un nuevo trabajo que le permitirá exponer sus argumentos ante un público más amplio. Como nueva subsecretaria de Justicia y Equidad Medioambientales de Massachusetts, tiene la firme intención de colaborar con ciudadanos implicados como Ochoa y contar con ellos como socios en la construcción de un futuro más seguro para comunidades de todo el Estado. “Hemos visto algunas de esas soluciones que nacieron desde abajo,” dice Power. “¡En Chelsea!.”
Traducido por Alberto Arce.